Rematáis vuestro mandato practicando un postrer descabello no sé ya si a la decencia, a la sensibilidad, a la justicia o a todas ellas, una tríada que habéis ejecutado en Consejo de Ministros.Ni en los últimos instantes de la legislatura mostráis la valentía de incluir la violencia ejercida contra seres inocentes, una violencia pública, en el único lugar que le corresponde: el cajón de los delitos. Abandonáis el poder con un gesto más propio de los césares entregados al desquiciamiento en su ocaso, que de un equipo de políticos que se las dan de gestores comprometidos con el progreso y de contrarios a conductas salvajes comunes en un pasado que no sabéis o no queréis superar.
Os váis instaurando desde el Ministerio de Cultura el Premio Nacional de Tauromaquia con una asignación de treinta mil euros. Hay de por medio seres torturados y asesinados, no es pues la cuantía el factor más importante, pero sí tiene mucha relevancia en un contexto dramático para tantos ciudadanos. Con esa cantidad podrían vivir tres familias durante un año. Hablo de pagar su casa y de comer. Vosotros preferís utilizarlo para ensalzar y agasajar a quienes martirizan a un animal.
Mis palabras, sé que muchos las calificarán así, no son demagogia. La realidad es sólo una: que la tauromaquia implica dolor y muerte y que el Estado nos oprime con recortes básicos por su precaria situación financiera. No tergiverso nada por lo tanto para halagar voluntades, sino que describo unos hechos tan ciertos como vergonzosos. Demagogia es exigir libertad empuñando el acero para acabar con vidas.

Y ahí llega el Estado, generoso mecenas para unos y cicatero hasta la mezquindad para otros, aflojando los billetes para alargar la vida de un paciente terminal. ¿De qué muerte natural habláis entonces? Y aún decís que la intencion de este reconocimiento es "aportar a la tauromaquia el carácter cultural que lleva intrínseco y la importania que conlleva dentro de todos los círculos artísticos". Todo un alarde de juegos florales para justificar la segunda dotación más alta del Ministerio de Cultura como premio a una tradición sádica que interesa ya a muy pocos. Podríais marcharos ofreciendo un ejemplo de compromiso con los derechos de los eternos maltratados, sin embargo, habéis escogido hacerlo laureando a sus verdugos. Ya es triste que sea esta una de las pocas razones por las que no os van a criticar vuestros sucesores.
Al torero en su cogida
Torero, no pienses que tu muerte en la arena me deja indiferente. Tampoco lo hacen tus heridas. Y esa mueca convulsa, aunque te cueste creerlo, mejor dicho: a pesar de que te convenga negarlo, me sobrecoge y entristece. Así pasa cuando la empatía con el sufrimiento de otros no se construye sobre la distinción entre especies, sino que se apoya en la conciencia del padecimiento ajeno y del valor que la propia vida posee para cada cual. Sé que te resultará difícil entenderlo y que aún haciéndolo preferirás no admitirlo, pues tal sinceridad desmontaría una de las falacias más ruínes y recurrentes utilizadas por el mundo de la tauromaquia para denostar a los que pedimos la abolición. Y no estáis sobrados de razones precisamente.
Lo cierto es que se me antoja un instante terrible aquel en el que el cuerno del toro desaparece en tu ingle o se hunde en tu rostro desencajado. Igual de espantoso, torero capaz de sentir miedo y dolor, que el de tu espada ensartada en el animal hasta la empuñadura mientras el acero le atraviesa piel, músculos, nervios y vísceras. Él, para su desgracia en un mundo donde la reacciones humanas son la única medida, no sabe gritar, pero está tan dotado como tú, mamífero vestido de luces, para experimentar angustia física y psíquica..
Ambos cuerpos sangrientos y desvencijados, el tuyo de hombre y el suyo de toro, los entiendo como un tributo absurdo y dramático a la escenificación de la violencia transformada en tradición intocable, en espectáculo y en negocio. Pero no es una tragedia sobrevenida por azar, ni la consecuencia indeseable de una acción virtuosa y necesaria. Son la estupidez y la brutalidad elevadas a arte imprescindible cobrándose el precio más alto por la crueldad, la ambición, la ignorancia y el egoísmo del ser humano.
Tu muerte me estremece tanto como la del toro, es verdad. Pero existe un matiz que diferencia tu suerte de la suya: él no escogió entrar en la plaza para ser torturado y ejecutado. Es, por lo tanto, la víctima. Tú saliste triunfante al ruedo de forma voluntaria con la intención de martirizarlo y acabar con su vida. Eres, pues, el verdugo. Y sólo muy de vez en cuando el destino te depara lo que al toro tú le reservas siempre.
A pesar del papel que cada uno tenéis asignado (el animal jamás puede elegir el suyo), mi entrañas se encogen si cualquiera de los dos, se dobla cayendo sobre la arena para masticar su sangre e intentar respirar sin que el oxígeno le llegue a los pulmones. No os ocurre sin embargo lo mismo a vosotros, taurinos de sensibilidad tan selectiva, porque cuando eres tú, matador, el que recibe el daño, los gritos de tus pares expresan su profunda aflicción, pero al ser el toro agonizante al que se le escapa la vida por sus hemorragias brotan los aplausos y las ovaciones. ¿Te imaginas que hiciésemos nosotros lo mismo mientras te llevan en brazos a la enfermería? Ahórrate el esfuerzo porque tal cosa no ocurrirá. Juráis amar al toro y le procuráis suplicio hasta la muerte. Nosotros, sin amaros, no deseamos vuestro dolor y tampoco el suyo. Esa es la diferencia entre el concepto que tenéis de respeto a la vida ajena y el nuestro.